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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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700 recetas de palomas y una de oca [ Ir a EDITORIAL ] [ Volver ]
 

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Intentar colocar nuevos libros en una biblioteca repleta tiene diversos efectos colaterales. Uno de ellos es la recuperación  de textos que habíamos olvidado,  como Sabores, editado por Luis Gili en 1952, un volumen firmado por Victoria Serra, con prologo de un sacerdote , el presbítero Cipriano Montserrat, detalle que resultaría insólito en nuestros días. Otro libro que me obliga a una entretenida relectura es una obra de 1930 titulada Manual del perfecto cocinero, 672 fórmulas para guisar pichones.
Sorprende que un chef dedique tanta atención a una ave que en su tiempo conoció una gloria mas o menos efímera, ya que perdió protagonismo cuando se implantaron las fabricas de pollo, es decir el pollo eternamente iluminado en un campo de concentración. Hasta la feroz posguerra, palomas y pichones tenían consideración gastronómica y medicinal. Tal como indica el autor, el señor Soler, los pichones, por su escasa cantidad de grasa, sirven incluso para afinar las mentes de los intelectuales. Pinchonólogo convencido, este escritor que explica sin sonrojo que tiene en su casa del Prat de Llobregat un centro dedicado a la cría y venta de estas aves, cree que no hay animal en toda la naturaleza que admita un recetario tan amplio. Una de las recetas que más recomienda es el pichón medio luto pobre. Lo de pobre no acaba de entenderse, porque trufa la paloma como si fuera una poularde. Luego la brida, la envuelve en una estameña y la hierve en un caldo rico en puerros. Parece que al señor Soler Monés le tenga más respeto a la poularda, que en su época era cosa de los ricos del textil, al tiempo que considere el pavo trufado como un descubrimiento culinario de los jesuitas y por lo tanto de la alta burguesía. Al margen de guerras religiosas de fogones, las palomas han vuelto a recuperar plaza en las cartas de los restaurantes gracias a las que llegan del sudoeste de Francia, gordas, potentes. No me gustan tanto como las salvajes, sobre todo si están guisadas en salmi, una receta que es para ave de escopeta. Pero me declaro pichonófago cuando encuentro una al punto, tarea dificilísima, porque la tendencia culinaria es dejarlas excesivamente crudas, sangrantes, como aquellos patos que se comía el novelista Jack London, con 10 minutos de horno y que le llevaron a un ataque de gota continuo. Una actitud que seguro rechazaría el escritor de las 672 formulas, una de ellas, a la soviet. Interesante versión de la revolución rusa en la que se dora el pichón con mantequilla y páprika. Luego se acaba al horno y el autor asegura que no queda duro. Por supuesto el colombófilo recomienda la raza carneau.
Mientras que pichones y palomas recuperan protagonismo en las cartas de los restaurantes, las potentes ocas se están reduciendo a aves testimoniales de la cocina. Deacuerdo en que la oca, el tiró de la Cerdanya es un plato sabroso y típico como lo es la oca con peras, característica de la gótica población de Peratallada. Pero, con una labor de zapa encomiable, la noble oca está siendo sustituida por el pato, incluso en el Périgord.
Por Navidad las ocas merecen una oración gastronomica tan importante como la que dedicó el señor Soler a los pichones. El sabio Conrad Lorenz les escribió unos buenos estudios, precisando que entre ellas mantenían largas conversaciones a partir de sus gritos y de sus genuinos movimientos de cuello. Lo malo es que Lorenz, un pro nazi escasamente arrepentido, encontraba y justificaba sus picotazos como parte de la violencia innata en los individuos. A Conrad  Lorenz  le debía entusiasmar el paso de la oca, tan propicio a las manifestaciones violentas,  el color caca de oca, que seguro admiraba en los uniformes de las manadas nazis,  mientras que el vuelo de las ocas le recordaba el paso de las escuadrillas de aviones de su admirado Goering. Pero, al margen de la elegancia natural de estos animales cuando nadan libres en los canales de aguas grises invernales, la oca merece el respeto de saber defender su territorio, bufando con más fuerza que un gato. Mordiendo con tanta energía,  que dice la leyenda, bastó para defender la antigua Roma de un ataque perpetrado con nocturnidad y alevosía. La oca al horno, inmensa y grasa, la oca que nos ha cedido previamente un foie que bien elaborado supera el foie gras del pato, es un ave que merece cocinarse por lo menos  una vez al año, pues equipara con la “pourlarde” y hace olvidar al pavo, que a poco que nos despistemos en la cocción, se hace correoso. El prestigio de la oca alcanza la literatura, la grande, figurando en forma de pluma junto al tintero de Zola, Maupassant y los demás, mientras que dorada, redonda y culona es cosa de los grandes apetitos, como el mío. Asistir en el Périgord a una feria invernal dónde se venden estas aves, listas para ir al horno, mientras que en puestos próximos sus hígados esperan un comprador experto en foie gras, es una experiencia que incita a recuperar la oca en todas sus dimensiones, que son muchas. 

Miquel Sen