El éxito mediático del discurso de Karlos Arguiñano sobre el mal vivir al que nos vemos sometidos merece varias lecturas. Vaya una primera interpretación: resulta que un miembro mediático de un colectivo concreto, el del mundo de la cocina y los cocineros, tiene el valor y la fuerza de recordarnos que estamos sujetos a una tribu de jugadores de ventaja, de corruptos. Es cierto, como también lo es que es alarmante que este poner los puntos sobre las is lo haya realizado un chef y no un filósofo, o porque no, un político.
Durante estos últimos años, los de la burbuja inmobiliaria, los de la burbuja gastrónomica, hemos conocido una inversión de valores que no está llevando a la ruina moral y por supuesto económica. Hemos vivido con el convencimiento de ser los mejores, los números uno en todo. ¿Recuerdan a un ministro de economía diciendo que habíamos superado a Francia? ¿ Tienen memoria de un cocinero asegurando que teníamos la mejor gastronomia del mundo? ¿ Cuantos tertulianos profesionales loaban a sus amos jurando que estábamos dejando en ridículo al resto de Europa?
Al margen de que todos aquellos que no quisieron seguir esta música fueron apartados de cualquier medio de comunicación y de las dotaciones económicas millonarias repartidas a dedo generoso, ahora la cosa pública va en serio. Cuando un cocinero señala el camino a seguir, es que estamos al cabo de la calle, no porque no tenga derecho a darnos su visión de la política , si no porque al hacerlo señala la pobreza intelectual, al parloteo inútil de nuestros gobernantes, desde el banco azul del parlamento a los distintos tribunales de un país de justicia catastrófica. Malo cuando debemos un suspiro de esperanza, no a un líder de un ideario político, si no a un buen cocinero, harto de que nos traten como a patatas en saco.
Basta ya de decir que somos los mejores cuando de los 100 cocineros situados en los mejores hoteles del mundo solo 3 son españoles. Dejemos de creer que no hay nadie más por ahí, acabemos con las convocatorias de actos públicos en los que se nos asegura que están presentes los 10 mejores cocineros del mundo, un desprecio para otros tan buenos como ellos que están en las autonomías de al lado, o a un peor, en la misma ciudad. No admitamos que el vino que nos venden es el mejor del universo, el mejor de la cosecha, el primero y más premiado, porque si lo hacemos, estamos aceptando las mismas imbecilidades, la misma falta de rigor que nos ha hecho disfrutar de los aeropuertos más inútiles, de las obras públicas pensadas para una gloria en la que ya nadie cree, la de ser el primero del mundo en Almendralejo de Abajo.
Bravo por Arguiñano cuando pone el dedo en la llaga, pero alarmémonos de que sea un cocinero el que tenga este impacto mediático. Porque un chef no tiene porque tener capacidad para hacer caer un gobierno, ni fuerza moral suficiente para hacer dimitir en bloque a todo el tribunal supremo. Y es por ahí dónde tendríamos que empezar.
Miquel Sen
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