Soy un gran fumador de pipa. Una vez se ha dominado el arte de fumar en pipa de brezo, sabiendo elegir las marcas y dimensiones que más cuadran con nuestro sentido del humo, tras una selección adecuada del tabaco que más agrada, encender una pipa es uno de los mayores placeres. Creo que fue Graham Greene el que dijo no hay mayor satisfacción que escuchar el ruido de una lata de tabaco al abrirse. Probablemente parafraseaba la de Oscar Wilde: no hay pena que resista la contemplación de un trozo de raso amarillo. Como queda clara mi tendencia al tabaquismo, debo añadir que respeto profundamente a los no fumadores, lo que más de una vez me acarrea quemarme el bolsillo de la chaqueta al guardarme una pipa a medio fumar.
Aunque no este de acuerdo con la intransigencia de los defensores de la actividad cero, no digo nada cuando observo a alguno de ellos recriminar a un fumador. Entiendo que el placer colectivo se sitúa por encima del particular. Dentro de este esquema favorable a que una mayoría se lo pase bien en un lugar público, no entiendo porque la represión contra el humo no se extiende al ruido.
Paso a explicarles un acontecimiento que ilustra perfectamente como se puede ser victima de esta contaminación sin que haya nadie capaz de defender el silencio al mismo nivel que se protege al comensal de los funestos humos. Situado en un restaurante de Ponteceso, un agradable establecimiento de tapas y raciones, al que asisten desde jubilados, lectores de La Voz de Galicia, a jóvenes y turistas con ganas de un vaso de Albariño y una tapa de mejillones, he sido agredido por dos familias de aulladores, con hijos tan mal educados como sus padres, armados ambos grupos de esa desfachatez tan propia de muchos habitantes de las grandes ciudades que creen estar en territorio conquistado cuando, de vacaciones, aparcan el coche en un pueblo tranquilo.
Dos matrimonios y sus respectivos vástagos chillaban. Los hijos jugaban al futbol entre las mesas de los habituales, mientras peleaban por hacerse con el bocado más sabroso. El ruido era tal que llevó a cambiar de mesa a una pareja. Nadie, ni el personal del establecimiento, se atrevía a pedir moderación, algo que seguro hubiera sucedido si uno de los presente hubiera encendido un cigarrillo. Cansado de la agresión consentida, me atreví a sugerirles que hicieron un poco menos de ruido, ya que era imposible mantener una conversación, algo vital cuando se comparte un tapeo.
El resultado fueron distintos insultos de los mayores, en voz lo suficientemente alta para que se enteraran hasta los chipirones fritos que me estaban sirviendo. Pero lo peor llegó de inmediato, cuando unos de los hijos, una bestia de 10 años, se acerco a nosotros, (no se pierdan el detalle) escupió en el suelo y mirando a mi hijo Mateo, un educadísimo muchacho con síndrome de Down, le dijo a la cara: tonto.
No he tenido el valor de darle la bofetada que se merecía, ni la fuerza física y espiritual para enfrentarme a los mayores. Lo malo es que tampoco la han tenido aquellos que estaban a un paso de tanto desatino. Probablemente, si hubiera sido caso de un cigarrillo encendido, se habrían alzado en armas contra el atacante a la salud pública. Al fin y al cabo el ruido y la mala educación no impactan tanto como el humo. ¿No es verdad?
Miquel Sen
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