Cuando se constata que somos siervos medievales bajo el poder de unos pocos, no queda, al margen de la revolución imposible, más método de olvido que hacer de nosotros mismos un juguete. Pasa sobre nuestras carnes la cuchilla de un impuesto que grava el importe de los despidos, un finiquito del finiquito y la mejor manera de distraerse es darle vueltas al jugoso discurso gastronómico. Es un buen tema porque en el se diluyen las ideologías, sumando a la sopa del diseño gastronómico políticos de lo más diversos pelajes.
No es de extrañar que en estos días Barcelona haya vivido una explosión de acontecimientos culinarios. Ante el hambre brutal de los niños que corretean por los barrios desfavorecidos, hemos visto el espectáculo de una cocina en el teatro del Liceo. Una manera de recaudar fondos que podría mejorarse haciendo que los tenores culinarios actúen bajo el techo aun mejor pintado de la Capilla Sixtina. Perejaume no me tendrá en cuenta esta comparación. Bajo la obra de Miguel Ángel los cocineros estrellas podrían especular con una gastronomía de la ostia que seguro daría dinero suficiente para los 2 millones de chavales que en este país pasan auténticos apuros a la hora de comer. No pongo en duda la buena voluntad de los tenores , pero en muchos casos hay que saber valorar el espacio en el que se actúa para evitar la frivolidad. La solución, debe ser política. La imagen del Alcalde tapeando a pocos pasos de la miseria, posando para el electorado, tiene, desde mi punto de vista, un algo de provocación. La idea de que con estos acontecimientos la burguesía desciende desde el barrio alto hacia zonas deprimidas me suena a la fiesta de la banderita.
Jugueteando con la falta de carga política, haciendo del comensal un todo, un congreso en Barcelona ha propuesto el retorno a los orígenes prehistóricos en la nutrición. Es el Paleo Summit, gloria de la medicina evolutiva que quiere llevarnos a vivir como cazadores-recolectores, alegando que los masais o los indígenas de Nueva Guinea no tienen acné ni ictus. Magnífica teoría del medico sueco Staffan Lindeberg, que propugna desterrar los alimentos procesados y los cereales, llevándonos de pasada al ayuno terapéutico. No menciona este nuevo complot gastronómico a la edad en que morían nuestros antepasados neandertales, ni el progreso que supone tener en la despensa un poco de grano, justo el suficiente para no estar todo el día buscando que llevarse a la boca. Superar esta necesidad deja tiempo para pensar, algo tan peligroso que incluso requiere doctrinas gastronómicas que impidan este ejercicio neuronal.
Acaba el discurso mediante la aplicación de la psiconeuroinmunología, ciencia que tiene en cuenta el efecto de la emociones y el estrés sobre nuestra salud. Supongo que nuestros antepasados, mientras comían una raíz, aterrorizados por el rugido del tigre, no estaban estresados. Tampoco lo estamos ahora, cuando tapeamos a pie derecho, sabiendo que a nuestras espaldas muge el caimán de Wall Street y bailan los caníbales al ritmo del Dow Jones.
Miquel Sen
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