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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Copas y calderetas elitistas [ Ir a EDITORIAL ] [ Volver ]
 

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Probablemente la cocina dejó de ser de derechas o de izquierdas cuando Paul Bocuse creó su sopa para provocar un éxtasis entre todos los amigos del presidente Giscard, rey del Eliseo. El genial cocinero liquidó el término gastronomía, asociado a tradición burguesa y lo sustituyó por el de cocina, dentro de una línea natural.
Tras esta afirmación quedaba oculta la forma de entender la comida, porque la diferencia entre ricos y pobres va más allá de las palabras. Como ha sucedido siempre los pobres comían lo que ahora son las hamburguesas, antes papillas de garbanzos y los ricos pechugas. Lo que sucedió en estos años es que la izquierda perdió el respeto por el lujo, creándose una “gauche caviar” que aún dura en nuestros días. Una nube de mala conciencia que se refleja a diario cuando cazan a un político zampándose una caldereta de langosta. Si uno gasta dinero en un banquete siempre será tildado de peligroso tipo de derechas. Los de izquierdas han de comer sopa de ajo y no beber vinos de más de 6 euros.
Lo malo es que esta distinción solo se imponga en la comida. Uno puede gastarse en un concierto lo que le dé la gana y no será ni del PP ni del PSOE, pero ay de aquel que lo pille delante de un plato de un menú de más de 100 euros.
Teniendo en cuenta esta dura realidad, voy a tirar piedras sobre mi tejado, como ya sabe el lector que tengo por costumbre, defendiendo las copas caras. Quizás el botellón es democrático, pero ustedes me concederán que el hecho de perder la conciencia lo más rápidamente posible mediante un sorbo continuo precisa una corrección autoritaria.
Siendo defensor de lo más bueno, tomo partido por el elitista Cognac. Es una actitud que me ha costado cierto tiempo de reflexión, porque, dentro del mundo de los mejores destilados, todos hemos sido víctimas amables de las tendencias de nuestros maestros. En mi juventud, cuando mandaba Luján el whisky era el trago de moda. Los grandes Single Malt, como el Cardhu, el magnífico Superstition de Isle of Jura, el Macallan Reflexión, que anda por los 1.500 euros era lo que había que beber. El contrapunto era el Armagnac o el Cognac.
Dentro de la rama opositora a Néstor Luján, versión contestataria, Xavier Domingo defendía el Armagnac, amparándose en Julio Camba. Afirmaba una certeza: por el mismo precio es mejor el primero que el segundo. Domingo añadía que el Armagnac no tenía el carácter burgués del Cognac, con lo que se metía directamente en política, con una inmensa salvedad: lo popular, lo del pueblo aficionado a las barricadas era el Calvados y el Marc. Por cierto ¿cuándo ha sido la última vez que han visto, no digo probado, una botella de Marc de Champagne?
Bajo estas influencias, que me han hecho Caballero de la Orden de Armagnac, bebí mucho y bien de este destilado manteniéndome en la dualidad Darroze - Dartigalongue. Hermosa duda en la que continúo, con la aparición en el firmamento de mis gustos del olvidado Cognac. Una vuelta a sentimientos burgueses que me divierte pues son los ex revolucionarios chinos, capitalistas de estado, alias putrefactos según el léxico de Mayo del 68 los que beben Hennesy. Es el máximo del lujo, el producto suma de antiguas sabidurías y de la potencia creativa del grupo LVMH, alias Moët & Chandon y Louis Vuitton. Siendo los que elaboran muy buenos y dado que son copas para beber lentamente en casa, lejos del volante y otras adversidades, mis recomendaciones les llevarán a degustar más excelencias. Por ejemplo, Delamain, que tiene la virtud de ser un trueno a 75 euros la botella, y extraordinario a 300 con el Très Vénérable. Lo mismo puede escribirse de Rémy Martin. Son tragos que introducen un hilillo mentolado mágico a una suma de especias que hay que probar en lugar de definir. Lo encontraremos en Léopold Gourmel, en su Petite Champagne 1972 que a 445 euros vende mi amigo Quim Vila. A un precio así y con calidad excelsa, no hay botellón posible. Uno se hace tan elitista como un mandarín chino revolucionario.
 Por Miquel Sen