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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Querido Feri
Por Yago Márquez
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Yago Márquez: Yago Márquez cocinero en el restaurante Unik de Buenos aires, ganador del I Concurso de Recetas Noveladas que convoca gastronomiaalternativa se ha trasladado a Argentina. Su alter ego Dóbler nos va a contar que se cuece en las cocinas de Buenos Aires, con la misma precisión literaria con la que diseccionó Shanghaï y su entorno.


Este año la Navidad me ha pillado en pantalón corto y con la panza al aire, con lo mal que salgo yo en las fotos sin camiseta. Pero no me voy a quejar porque sé que tú, allí, tienes al menos treinta centímetros de nieve para ir a comprar el pan. Terrible diversidad de elementos de un lado a otro del mundo. Pero a día de hoy, todavía no sé que prefiero. Porque no me hago al calor, no me hago al espumillón que da sarpullido ni al árbol seco y recargado de bolas en la orilla de la piscina. Papa Noel entrará cansado y sudado y en cualquier momento se afeita la barba.
No es que tenga un espíritu navideño muy desarrollado, pero me gustan las fiestas como me gustan todos los eventos en los que la comida y la bebida son una excusa perfecta y un elemento principal, en los que se comen cosas únicas y en las que el exceso está más que permitido, bien visto. Pobre de aquel que no se emborrache el día treinta y uno, será visto como un soso, o un amargo o un infeliz. Pase lo que pase el resto de días del año. Yo, cada año, por si acaso cumplo las expectativas. Soy un buen invitado.
La suerte me ha traído a un campo perdido de la mano del niño Jesús, en la provincia de Buenos Aires, allí donde no llega la memoria y el descanso está asegurado. Juan Pablo, un cocinero amigo me ha traído hasta aquí asegurándome que me aprecia más que a muchos de sus familiares con los que pasa las fiestas cada año. Es posible que después de estos días acabe dándole la razón.
No he tardado en hacerme parte del equipo que cocina, por lo menos para hacer algo mientras miles de mosquitos me pican y cientos de renacuajos, ranas y sapos enormes me pasan alrededor. Dos hectáreas llenas de árboles, con vacas alrededor, corderos, gallinas, cerdos y cochinillos recién nacidos tienen su encanto, sus bichos y su olor a campo. Y yo, aunque me joda, soy un tipo de ciudad.
La cena de Nochebuena parece que está decidida y cualquier intromisión del gallego puede que sea tomada como un sacrilegio. El patrón de la casa, un señor disfrazado de gaucho con cara de pocos amigos y mirada de buena persona nos manda al pueblo. En la panadería está el lechón, es de los míos, veinticinco kilos vivo, la mitad muerto, que no se rompa. Y termina la copa de un trago.
La ruta es un camino sin asfaltar con barro y vacas por el medio, sin una cuesta, sin una sombra, es La Pampa, la región pampeana y, según me dice Juan Pablo, esta vista se repite durante más de mil kilómetros, estable, monótona, con todas esas vacas que han hecho famoso este país, soja, trigo, cebada, girasol o nada. Nada de nada. Alambrados, molinos y pueblos fantasma con nombres rimbombantes. Algún día Dóbler, algún día.
El lechón o chancho o chochán, como lo llaman aquí, es una hermosura, bien cuidado, bien querido, bien cocinado. Aquí es costumbre que lo cocinen en la panadería, porque en un horno de casa no entra. ¿Y cómo lo vamos a comer? Le pregunto a mi amigo. Frío, ya veras, es una maravilla. Yo miro la oreja, y el morro y paso el dedo por la piel y me lo chupo, cosas de cocineros. Y cuento las horas hasta la cena.
Un gran grupo de madres, tías, primas en biquini, sobrinas y abuelas cocinan al unísono en la pequeña cocina de la casa de campo, que está mejor equipada de lo que a primera vista me hubiera podido imaginar. No hay hombres y Juan Pablo me mira de costado. No te lo recomiendo. Yo miró, que es gratis y de vez en cuando pregunto. No consigo distinguir mucho de lo que hacen, no me hacen mucho caso. Me retiro sin hacer ruido, con una cerveza fría en la mano, camino de la piscina, sorprendentemente atestada de hombres.
A la hora de la cena me doy cuenta de que nunca he celebrado una Nochebuena tan multitudinaria. Somos treinta y parece que no han venido todos. Cuatro tablones largos sobre caballetes hacen las veces de mesa. Aire libre, miles de estrellas en el cielo del hemisferio sur, comida fría, cerveza fría, vino frío, champán nacional helado. Me gusta.
Empezamos a colocar las cosas encima de la mesa. El desfile de clásicos navideños comienza. Hay vittel thoné, el clásico peceto de ternera hervido frío con una salsa de atún, mayonesa, alcaparras. Receta de la abuela, empiezan los nervios. Ensaladas por todos lados. Ensalada de remolacha y huevo, ensalada rusa, ensalada de zanahoria rallada con huevo y ajo, lechuga y tomate con vinagreta de limón. Son clásicos que no pasan de moda o que pasaron hace mucho tiempo, cierto, pero sólo con pensar en la sopa de pescado de mi abuela me pongo a sudar más. Ensalada de pimientos y berenjenas asadas con frutos secos.
Hay pavita, pollo frío cocinado a la parrilla y pasa delante de mí el lechón y agarro dos trozos grandes. Está cocinado con una salmuera, me explica Juan Pablo y lo confirmo porque tiene el gusto exquisito de la comida que está en el límite. El dueño del lugar, que es o debe de ser algún tío de mi amigo me sonríe y me pregunta si está todo bien. Brindo por sus chanchos, sus pollos, los huevos de sus gallinas y casi brindo por su madre, pero no he tomado el suficiente champán. Mañana, me dice como parte del agasajo, te espero a la mañana temprano para cocinar el cordero de Navidad. Brindo, agradecido, y calculo las horas de sueño.
La fiesta sigue, los postres son garrapiñadas y turrones de dudosa calidad, hay pan dulce casero e industrial y gana el industrial por goleada. A las doce, cinco niños con cara de pillos hacen estallar  un buen cargamento de fuegos artificiales. Hace mucho calor. Papa Noel se ha acordado también de mí y en el momento menos pensado me deslizo en una cama, medio ebrio por el silencio inevitable del desconocido en las reuniones múltiples, y con un libro de cocina argentina bajo el brazo.

Juan Pablo me despierta tirándome del brazo, son casi las ocho, hora del cordero a la cruz. Don Pedro, así se llama, prepara mate y me dice buen día pibe sin muchas ganas. Si se arrepiente de haberme invitado me vuelvo a dormir. El mate me descompone tan temprano pero no hay manera de decir que no. Nadie dice nada. Vamos a una casita cercana, el cordero está casi listo. JP me va indicando, le ponemos salmuera por todos lados y lo abrimos bien. Don Pedro prepara la cruz, un complicado artilugio de hierros que va clavado en el cemento de la casa y que permite al cordero tener diferentes grados de inclinación con respecto al fuego. Entre los tres conseguimos atar el cordero, que también es mío, dice Don Pedro, y clavar la cruz. El fuego, según me dicen tiene que ser muy leve, de llama viva, y al lado ir haciendo un brasero para alimentar el fuego. No es un trabajo para impacientes. Si todo va bien a las dos y media comemos.
Las seis horas pasan a un ritmo dispar y pienso que se debe a la ingesta de alcohol, que no tarda en empezar. A las diez y media abrimos un vino tinto peleón y calentorro. Esto es el campo, se disculpa JP, yo, al ponerle un hielo, sé que me estoy ganando la confianza del viejo. De algún lado saca queso casero, chorizo seco y maní.
No somos más que tres hombres mirando al infinito, atusando con un palo cuando es necesario una pila de brasas, viendo pasar el día como si estuviéramos viendo pasar la vida. Viendo caer pequeñas gotas de grasa de un cordero que tenía nombre sobre las brasas. Pasando calor. Sudando sin movernos. Mezclando el más confortable de los silencios con pequeños destellos de conversaciones. Hablamos de la guerra de las Malvinas, el gol de Maradona a los ingleses, la dictadura militar, de Menem, de Rajoy, de Aznar, de si Messi debería ser español, del ejército rojo, de Gardel, de Camarón. De las cosas que se hablan cuando sabes que te quedan cuatro horas por delante. Y nada más que hacer.
El cordero es mantequilla pura, y es leyenda, tradición y ceremonia. La comida es menos multitudinaria y algún valiente se ha atrevido a hacer una ensalada con higos, rúcola y parmesano. Y langostinos hervidos con alioli.
 Cuando apoyo la cabeza en la almohada a la hora de la siesta, me doy cuenta de que he vivido dos días memorables en el seno de una familia argentina. Pero lo siento, la Navidad no la veo por ningún lado. 


 Feliz año amigo.

  Ilustración:  www.santiagorutter.com.ar