Antonio Vergara: Nacido en Valencia, lleva más de tres décadas ejerciendo la labor de periodista gastronómico, con una mirada a lo Far West. El cine y el jazz son también su telón de fondo. Sus inicios fueron en la Cartelera Turia, en 1972 y desde entonces no ha dejado de colaborar en distintas publicaciones, como La Cartelera. Publica los sábados una sección gastronómica semanal ('Menús variados') en el diario 'Las Provincias' de Valencia y los domingos una columna de opinión ('¡Salve y usted lo pase bien!) en este mismo diario". Su primer libro fue Comer en el País Valencia. Le siguieron la Guía Seat Panda, Comer en Carretera, De tapas por Valencia, La España dulce y Protagonistas de Nuestra gastronomía, editado por Editorial Prensa Valenciana S.A. Es director del Anuario de la Cocina de la Comunitat Valenciana. Detenta el Premio del Festival Cinegourland (Cine y Gastronomía),concedido por su dilatada dedicación a la gastronomía y a la crítica cinematográfica.
“GOURMETS” EN LAS ACERAS
Al llegar el calor, las aceras se pueblan de mesas y sillas. Parece que a la gran mayoría de los ciudadanos le gusta cenar al aire libre, con el cielo como techo y el fragor de las motos y los coches metiéndose en los platos. En este sentido, Valencia, verbigracia, parece el extenso campamento del VIII Ejército del general Montgomery durante la batalla de El Alamein en la Segunda Guerra Mundial. Sombrillas y toldos por todas partes; sólo faltan las tiendas de campaña y los tanques, sustituidos por los camiones de recogida de los “residuos urbanos”, antiguamente llamados simplemente “camiones de la basura”.
Cuando esto sucede –sobre todo cuando hay sol (todo el año, aproximadamente), las aceras por las que caminamos en los escasos días de lluvia, año reciben el nombre de “terrazas”, por muy estrechas que sean. Tal mutación se explica por la necesidad que tiene el ser humano de soñar en lo que no posee. Llamar terrazas a las aceras proviene del optimismo social de las películas de Frank Capra (“¡Qué bello es vivir!”).
Dejando de lado las molestias que ocasionan al vecindario (jaleo, risas estentóreas, sonoro entrechocar de la vajilla y la cubertería), uno no comprende dónde reside la ventaja de cenar en las “terrazas” (aceras, en otoño e invierno). ¡Con lo fresquito que se está en el interior, si hay aire acondicionado!
Tal vez no he tenido suerte las cinco veces que me he sentado a una mesa
teniendo como fronteras el bordillo de la acera, rebautizada como “terraza”, y la fachada de una finca urbana. Hechos: A) Me pasó una rata de albañal entre las piernas. B) Una moto casi se introdujo en mi gazpacho andaluz. C) Me rozó, con su vuelo rasante, una de esas enormes cucarachas americanas y sin embargo rojas. D) El pestilente olor del alcantarillado me arruinó una cena completa. E) Tuve que decir varias veces no a tres pakistaníes que pretendían venderme rosas, a dos vendedores de lotería y a cinco conjuntos instrumentales de acordeón, precisamente el instrumento que más detesto porque me recuerda a los payasos de la tele y del circo.
Añado el bochorno nocturno (no hay aire acondicionado en las aceras: ¡qué a gusto se suda!), el tráfico de peatones espiando lo que uno come, el estrépito de los vehículos a motor y la falta de iluminación.
Hay excepciones. “Terrazas” que, siendo aceras, no lo aparentan, tranquilas y apartadas del tráfago de la vida moderna. Conclusión: no me verán cenar en una acera. Soy un poco raro.
Antonio Vergara
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