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ASESINATO DE GRANDES CHEFS (Hemeroteca)
Por Antonio Vergara
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Antonio Vergara: Nacido en Valencia, lleva más de tres décadas ejerciendo la labor de periodista gastronómico, con una mirada a lo Far West. El cine y el jazz son también su telón de fondo. Sus inicios fueron en la Cartelera Turia, en 1972 y desde entonces no ha dejado de colaborar en distintas publicaciones, como La Cartelera. Publica los sábados una sección gastronómica semanal ('Menús variados') en el diario 'Las Provincias' de Valencia y los domingos una columna de opinión ('¡Salve y usted lo pase bien!) en este mismo diario". Su primer libro fue Comer en el País Valencia. Le siguieron la Guía Seat Panda, Comer en Carretera, De tapas por Valencia, La España dulce y Protagonistas de Nuestra gastronomía, editado por Editorial Prensa Valenciana S.A. Es director del Anuario de la Cocina de la Comunitat Valenciana. Detenta el Premio del Festival Cinegourland (Cine y Gastronomía),concedido por su dilatada dedicación a la gastronomía y a la crítica cinematográfica.


ASESINATO DE GRANDES CHEFS

En el 90% de la historia del cine, la cocina y la alimentación siempre aparece, de un modo u otro. Por necesidad (alimentarse) o por placer, cocina y gastronomía . En otras ocasiones son el tema principal de la película (salpimentada con diversos ingredientes): “Le grand restaurant”, “Muslo o pechuga”, “La grande bouffe”, “Vatel”, “Como agua para chocolate”, etc.
Personalmente,  prefiero “Pero ¿quién mata a los grandes chefs” (1978), de Ted Kotcheff.  Consigue interrelacionar de manera coherente  gastronomía  y cine. Mordaz comedia policíaca,  elegante  música de Henry Mancini,  Jacqueline Bisset (guapísima) y Robert Morley. Formidable su histriónica interpretación  de un crítico gastronómico  “Ancien Régim”.
La historia incluye numerosas situaciones comunes  en la selva de la hostelería  profesional. Adelantándose  más de tres décadas  a lo que sucede en  2016.
El guión proviene de la novela “Someone is Killing the Great Chefs of Europe” (1976). Sus autores, Nan e Ivan Lyons, un joven matrimonio neoyorkino.
El filme engloba casi todo lo que acontece  en el mundillo gastronómico.  Es un retrato tierno y algo descarnado  del gourmet y editor gastronómico Achille van Golk (Robert Morley). Utiliza “cognac” de cuatro  estrellas como dentífrico y su perfume es vermú de fresas. Sucumbe a la melancolía  rememorando  a Curnonsky, el gran periodista francés que recorrió toda Francia en los años 20 a bordo de los primeros automóviles  y divulgó la “cuisine du terroir” en sus entretenidas  y  precisas crónicas.

 
El excéntrico Achille van Golk (un tipo de gastrónomo  caducado), batalla  consigo mismo para adelgazar. Imposible. Se engaña almorzando  el menú ligero en un templo de la gastronomía  francesa, aconsejado  por su médico. Es el parisino Le Grand Vefour (aún existe: por fortuna no lo han degradado  en gastrobar). Sin embargo, cena opíparamente:  aragosta  alla carciofi, dos langostas de sexo femenino (peso total: 950 gramos), lenguado (1.250 gr.) y gambas (130 gr.) Guarnición: cuatro trufas blancas (“tartufo”) y setas para rellenar ocho corazones  de alcachofas, cubiertas a su vez con yemas de huevo.
De segundo,  caneton  (patito) Lucullus a la prensa. Postre, bomba Richelieu, delirio de  chocolate, helado de frambuesa, almíbar, corona de azúcar hilada, yemas, claras de huevo y nata. Es una visión deformada del gastrónomo de entreguerras  por antonomasia,   Curnosky (Maurice Edmond Sailland). Pesaba 120 kilos y medía 1,85 metros.  Murió a los 84 años, de viejo. Achille van Golk es su trasunto.


La novela y la película son premonitorias. Se habla ya de la industrialización tecnológica de la gastronomía  (la obra maestra  al respecto  es “¿Muslo o Pechuga”, 1976) y del inicio de la cocina de V Gama. También hay espacio para relatar los vínculos de amor / odio entre los cocineros-propietarios  y los periodistas no manipulables. Los primeros adulan  a los segundos cuando sus textos les son absolutamente  favorables. Y se alborotan agresivamente  (amenazas, chulería, insultos y calumnias) si esos mismos periodistas osan cuestionar  “su” cocina o les bajan la calificación. El halago- trampantojo lo convierten en odio africano. Y los restaurantes  a los que se ignora por su mediocridad (haciéndoles un favor) reaccionan con idéntica furia.
Estas actitudes se han acrecentado desde que ciertos cocineros se han transformado en “filósofos”. Como dice un amigo y colega, “han estudiado filosofía en la Universidad del sofrito”. Es incontrovertible que los chefs-propietarios  (muchos con socios financieros que los respaldan) son más “pymes” que “artistas”. Y desde luego, no son filósofos. Si a esta evidencia añadimos su vanidad, ego,  narcisismo y megalomanía, comprenderemos que prefieran a los periodistas sumisos y lanares.
Pero, ¿quién mata a los grandes chefs de Europa? Nadie.

Antonio Vergara