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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Querido Viri
Por Yago Márquez
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Yago Márquez: Yago Márquez cocinero en el restaurante Unik de Buenos aires, ganador del I Concurso de Recetas Noveladas que convoca gastronomiaalternativa se ha trasladado a Argentina. Su alter ego Dóbler nos va a contar que se cuece en las cocinas de Buenos Aires, con la misma precisión literaria con la que diseccionó Shanghaï y su entorno.


El otro día, en una de esas librerías de las que hay miles por aquí y que te harían llorar de risa y abrir los ojos de admiración, uno de los libros llevaba una frase que leí al azar que decía “más pizzerías en Buenos Aires que en todo Roma y Nápoles juntas”. Es cierto, no exageran, aunque quieras decir eso es imposible. Es cierto, y es bueno.
Es la pizza de antes. La pizza que se hace a mano. Agua, levadura y harina y punto. Gorda si sale gorda un poco más fina si sale así. Tomate, queso. Es España nadie toma pizza muzarella. ¿Una pizza es mejor cuanto más cosas tengan encima? Jamón y rúcola¿ para qué? Otra equivocación.
El día que te dignes a venir te llevaré a cualquier hora del día o de la noche a la Avenida Corrientes, museo vivo del paseo nocturno, teatros, burdeles, puteríos escondidos, trampas a media luz y gastronomía de poca monta. El cliché del porteño de americana sin corbata y el precio barato.
Güerrin ocupa tres plantas y tiene un cartelón luminoso en vertical que es imposible no ver. Que nadie quiere no ver. La entrada es un continuo ir y venir. Pizza de parado, al paso, porciones calientes y gigantes, empanadas fritas y al horno. La pared está tapizada de azulejos negros y blancos y en cualquier rincón hay cajas de cartón hasta el techo que muestra que es casi más lo que sale que lo que se queda dentro. Que es un quilombo que factura sólo en metálico y que lleva desde 1923 curtiendo fama. Te puedes imaginar la clientela en pleno centro a tiro de piedra de un obelisco que se ve desde cualquier parte de la ciudad. El otro día vi una foto aérea, un hormiguero absoluto con el obelisco de centro neurálgico. Y con Güerrin.
Cincuentones, turistas con la guía debajo del brazo, habitués a los que les sirven sin preguntar, nostálgicos de una juventud con canas, mendigos con billetes arrugados, trotamundos tendrys. El sistema es fácil, pagas, eliges una de esas porciones apetitosas y te la cortan en el momento, un horno repleto que no se paga nunca y un hombre sudoroso, moreno del calor que emana el bicho, te junta los cubiertos y los enrolla en una servilleta de papel. En la mini barra codo con codo con gente que no se mira ni se habla entre sí. Aunque hayan venido juntos.
 Me como una de muzzarella con jamón y una de anchoas. Salsa de tomate y anchoas. Vaya invento. Las latas, encimadas hasta el techo, las veo desde aquí. Jarra de cerveza, a punto he estado de pedirme un moscato, vino dulzón peleón donde los haya que algún día algún borracho sugirió como acompañamiento de una napolitana. Me mancho el bigote de dos días con la espuma, es una buena señal en un país en el que las cañas nunca estuvieron de moda. La servilleta de estraza me raspa las comisuras.
Del otro lado de la barra dos camareros con una pajarita torcida y un chaleco que ya está manchado para siempre aunque esté limpio se afanan en cerrar empanadas mientras miran culos en la calle y fútbol en la tele.
Freidoras repletas y humeantes y dos hornos sólo para empanadas. Aquí dentro hace calor las veinticuatro horas. Calor humano, vapor de queso fundido que se ha despegado de la masa y al escurrirse se ha pegado en la bandeja del horno. Duro y crujiente y casi amargo. El queso que todo el mundo quiere en su plato. Clásicos: carne, pollo jamón y queso, cebolla y queso. No me quiero imaginar lo que es esa cocina que no se ve si la que se ve es así.
El mundo dulce no ha evolucionado desde los años cincuenta. Ni las porciones, ni las cremas batidas, ni los merengues obscenos ni los clásicos en peligro de extinción: budín de pan, tiramisú obsceno, crepe de dulce de leche, tarta de fresas, chesecake grandilocuente. Helados italianos que se los compran al primo del que fundó todo esto, al que vino en el barco con él y ahora tiene un imperio también, pero dulce. 
La pizza es buena, es muy buena. Repito, me pido una fugazzeta rellena. Es el colmo de los colmos, el colmo del queso y la cebolla. Masa gruesa, una capa indigesta y obscena de queso fundido y grasiento colmada por una gran cantidad de cebolla ni cruda ni cocida pero quemadita y picantona, de la que sabes que repetirás. Buenísimo, espectacular. Ahora comprendo todo, ahora comprendo la cola, la gente, a los que no se hablan, a los que trabajan aquí con el mismo chaleco desde hace treinta años. A los que vienen a las siete de la mañana a desayunar en el tercer piso. A los que vienen de los teatros y las revistas de Corrientes a las dos un miércoles. Yo también lo voy a hacer a partir de ahora. Espero que alguna vez sea contigo. Y nos den las tantas, entre historia y moscato.
Antes de irme miro de refilón el salón familiar. Esa será otra etapa para contar. Por ahora, con mi libro sin abrir bajo el brazo, me quedo con la barra.
Cuídate amigo. Nos vemos pronto.