
En Barcelona, ya no estamos acostumbrados a la durabilidad de los restaurantes. Todo pasa y nada queda con fulgurante rapidez. Nos hemos enamorado de la novedad por la novedad, por eso no queremos que nada dure más allá de una legislatura, como los planes educativos, los gobiernos de conveniencia y los matrimonios en la tercera edad. Si te comentan, en cambio, que un restaurante ubicado en el Born cumple su décimo aniversario, celebra su nominación por primera vez en la Guuia Michelin, y estrenan renovación de espacio, sientes por dentro una especie de extraña veneración y respeto, incluso antes de haber puesto un pie en él. Si, además, alguien pronuncia las palabras mágicas “Menú degustación con maridajes de vinos orgánicos” le das las gracias al altísimo por librarte, aunque sólo sea por una vez, de la cansina tríada bravas-croquetas-pulpo.
Montiel tiene nombre de región manchega y vitivinícola, dos plantas diferenciadas bastante luminosas, amplitud de espacio y miras y una filosofía militante y combativa contra la todopoderosa industria agroalimentaria que nos ceba/envenena con lactosa, glucosa y gluten ( cito palabras textuales de su propietario, Marcos Eiras, durante una sobremesa en la que, por fin, ¡hablamos!). Pertenece a un grupo de restauración en el que se incluye un servicio de cátering y un restaurante japonés en Granollers. Su seña de identidad es la apuesta por el producto local y estacional, lo que obliga a cambiar la carta cada temporada. El chef, Nabil Benhammou, que no añade más florituras que las justas y necesarias a lo que tiene entre manos. Exceptuando en los postres, donde hay un despliegue de técnicas de repostería a cual más brillante, el resto de los platos resultan de una desnudez exquisita.
Vayamos por partes. Para poder comer en Montiel es mejor reservar mesa, sobre todo si el grupo es numeroso y necesita que le dediquen la parte superior para su celebración. El servicio suele ser correcto y es apenas perceptible, no da instrucciones, ni se alarga en explicación alguna que no se les solicite, atiende cuando se les necesita y hace mutis por el foro cuando no se les necesita, lo que provoca un cierto relax, a pesar de ser un espacio gastronómico de nivel medio-alto. Algunos lo califican como restaurante de cocina de autor, con toques de creatividad asumibles. En mi modesta opinión, este calificativo empieza a ser un poco cansino y a vaciarse de contenido en un mundo donde todo el mundo cree haber descubierto el Mediterráneo, navegando entre la copia más descarada y el absurdo casi incomestible. Yo la calificaría, simplemente- y esto no es poco- como cocina de respeto, de buena ejecución, delicada, elegante, sin parafernalias innecesarias la mayor parte de las veces, con una técnica puesta al servicio del sabor y unas influencias clarísimas del Monvínic de Sergi de Meià, Hisop y el aprendizaje en el Celler de los Roca.
Para empezar nos sirvieron una ostra del Delta con espuma de fruta de la pasión, justo un pequeño bocado fresco para empezar la comida. Aunque yo soy más primitiva y amante del marisco puro y duro, zampado a lo caníbal, vivito y coleando, acepto de buen grado los detalles refrescantes, cítricos y ácidos, en las ostras que me sirven últimamente. Pero, ¿qué tal si pasamos ya a las almejas de carril, para variar?


El ceviche tuvo, a mi modo de ver, un punto resbaladizo, peligroso. Pensemos: ¿qué ocurre cuando a un ceviche de lubina, cortado en finas láminas, casi como en un tiradito, le quitamos el jugo magistral que los ingredientes de este plato destilan? Pues que se reseca. El líquido, convertido en sólido, puede estar maravillosamente bien hecho y ser de una complejidad que desconozco, pero deja el pescado a la intemperie. Para compensar, alarde técnico, originalidad suprema: helado de leche de tigre bastante picante para que cada cual mezcle y haga la composición a su gusto. Para una servidora que detesta los sorbetes y las mezclas de temperaturas extremas en un mismo plato “porquelodigalavanguardia”, hubiera preferido saborear esos fluidos deliciosos de ajís, cilantros, pescados y limas frescas, en lugar de arañar con sumo cuidado una quenelle ultrapicante de leche de tigre que reposaba al lado del ceviche, como desterrada al banquillo.
Los guisantes de Llavaneres eran, en cambio, como virginales lágrimitas que resbalaran por una cara de cera. Pura dulzura. Nada les quitaba protagonismo, ni tan siquiera esos chipirones apenas pasados por las llamas, ni esa cebolleta transparente e imperceptible en la que se saltean los delicados guisantes, ni rastro de elementos grasientos ni porcinos. Desnudez y basta.

El arroz- bomba, obviamente, no carnaroli- estuvo a punto de ser un mar y montaña, pero la prudencia del chef le dejó sólo un velo de tocino ibérico para que lo completara, cual manto de terciopelo grasiento y deliciosamente perfumado de dehesa. Coronándolo, un calamar apenas marcado en la plancha con cortes nipones, de textura muy fina. En la base, salsa americana. Poca, poquísima, gracias a Dios, demasiada cantidad hubiera saturado el arroz. Pero, mi pregunta es ¿ por qué todos los arroces que pruebo hoy en día, siendo muchos de ellos realmente sabrosos, añaden los ingredientes estrella al final, como superpuestos, unos encima de otros, pero sin que lleguen a mezclarse? Gambas, cigalas, almejas, sepias, calamares, todos parecen como las “enxanetas” de un Castell de Vilafranca. Coronan lo excelso, pero no se unen al arroz, como si tuvieran miedo de que los confundan con los tropezones de sepia que come la plebe en las paelleras de los chiringuitos. Es cierto que el calamar estaba escandalosamente bueno, pero, al final, los arroces acaban convirtiéndose en una superposición de elementos, más que en el plato de una gramínea que ha de absorber el sabor de todo cuanto le acompaña. Para redondear, un pequeño toque de alioli de azafrán.

El cordero con múrgulas, que es una de mis pasiones, estaba delicioso y tan sumamente jugoso que aún me relamo. La carne de este corderito primaveral ( el mejor cordero es el de primavera, y las múrgulas o colmenillas, también) hecho a baja temperatura estaba en ese punto de melosidad que no necesita ni cubiertos. Por cierto, hay quien piensa ya, de tanto repetirlo en todas las cartas y foros gastronómicos, que “a baja temperatura” es una receta. Pues no. Tan sólo es un método de cocción con una máquina llamada ronner, la manera moderna de hacer las cosas a fuego lento durante muchas horas, como se ha hecho toda la vida para ablandar las carnes.

Los postres consistieron en una traca final de sabores y texturas que yo suelo probar en muy poca cantidad por cuestiones de salud y preferencias, pero he de decir que si uno ha sido bendecido con la pasión por el azúcar, este es su sitio. En un mismo plato disfrutará de un financier o pastelito de azúcar molida ( apto para celíacos), una perita osmotizada, la espuma de una crema catalana y un helado de tomillo. Todo ello sin azúcar refinada, en su línea de no alienación alimentaria. Por si no fuera suficiente demostración de destreza repostera, unos petits fours pusieron el broche final a esta comida que se maridó con los siguientes vinos:
Laureano Serres- Mendal DO TERRA ALTA
Alfredo Arribas- SiurALta Gris - garnacha gris DO MONTSANT
Massimo Marchiori – PARTIDA CREUS – Catalunya (Tarragona) Garrut Ancestral
Oriol Artigas - Peça den Blanche, pansa blanca de DO ALELLA
Clos Lenticus - Sumoll , espumoso Classic Penedès


Inés Butrón
Inés Butrón es licenciada en filología hispánica por la UB, periodista, escritora y autora de varios libros sobre temas gastronómicos: Ruta gastronómica por Cantabria, Ruta Gastronómica por Andalucía y Ruta Gastronómica por Galicia, Salsa Books, Barcelona 2009. Comer en España, de la subsistencia a la vanguardia. Ed. Península. Madrid 2011"
C/ Flassaders 19, Born • 08003 Barcelona • info@restaurantmontiel.com • Tel.+34 932 683 729
Restaurante Montiel. Espai Gastronòmic
C/ Flassaders nº 19 Born
08003 Barcelona
Precio medio a la carta. 50 euros
Menú degustación: 75 euros aprox. Consultar opciones con o sin maridaje.
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