Que los mejores hoteles se rifan a los grandes chefs ya no es un secreto para nadie. A veces, se diría que actúan como clubs de fútbol: un buen fichaje es garantía de relanzamiento de la cadena hotelera, pues, el apartado gastronómico, hasta ahora secundario, es hoy sinónimo de prestigio.
Los hoteles buscan atraer al público local, además del que pernocta en sus instalaciones de manera temporal, por lo que la fama internacional de un director gastronómico es muy importante, tanto para aquellos viajeros con conocimientos gastronómicos del país en el que aterrizan, como para los foodies autóctonos que saben lo que van a encontrar tras unas puertas ahora abiertas al público en general.
Romain Fornell no es nuevo en estos lances. Consiguió una estrella Michelín en su antiguo Caelis del Palace, donde hacía gala de una cocina de substrato evidentemente francés y decimonónico, de técnica impecable y producto exquisito, pero con ciertos toques de modernidad, como mandan los cánones de este país que encumbró a la vanguardia. Pero sabíamos que Romain dominaba, además de su famoso menú Escoffier, otros “palos”, como la culinaria de bistrot, ejecutada impecablemente- y yo diría que hasta con más gracejo y fuerza gustativa- en Café Emma (altamente recomendable, dicho sea de paso). También le tentaba el picoteo elegante de la ostrería de las costas francesas, un guiño a los orígenes en Joël’s Oyster Bar, marisqueo acompañado de cava bajo los porches de La Boquería, una osadía marinera que comparte con Óscar Manresa. Y, obviamente, los gustos del país de acogida que conoce bien, de los que podemos encontrar pinceladas en Café Emma: el cap i pota convive con los quesos franceses como si tal cosa. De hecho, la penúltima de sus aventuras empresariales y culinarias es una verdadera prueba de fuego en este sentido: llevar la batuta del nuevo Casa Leopoldo junto con el tenor Manresa. ¡Ahí es nada! La casa que fue el símbolo de la movida gastronómica barcelonesa, la de la zarzuela y el rabo de toro reflejados en paredes alicatadas de azulejos, bendecida por gastronómos, literatos y gentes del buen vivir, ahora en manos de dos cocineros de la nueva hornada. Valor, desde luego, no le falta. Si Carvalho levantara la cabeza…
Está claro, pues, que a Romain no le gusta tener todos los huevos en la misma cesta (por lo que pueda pasar). Le tienta la expansión, el movimiento, la evolución y las revoluciones, los retos con una sonrisa permanente, y la cocina desde todos los ángulos, como la preciosísima cocina a la vista del nuevo Caelis, donde uno puede sentarse y observar/babear desde esta barra la actuación del equipo de cocina. ¡Ni un palco en la Ópera de París me contentaría tanto como un taburete en esa mesa redonda! Función única de varios cocineros moviéndose al unísono, acompasados, meticulosos, elegantes, rodeados de los brillos del cobre, como focos de una representación estelar. Ahí es donde yo quisiera ver, en el más difícil todavía, la batuta de Romain Fornell.
Pero, de momento, nos quedamos abajo, que es siempre por donde hay que empezar. Nos sentamos en el Plassohla, uno de los espacios gastronómicos del hotel que dirige nuestro cocinero. Antes hemos echado una ojeada al pequeño Vistro49, con –V-, lugar para copeo y charla, la terraza, con carta y fórmula más informal, y llegamos, por fin, a pie de calle, donde está instalado el gastrobar en el que me he citado con mi acompañante para probar su oferta de platos y platillos.
De entrada valoro el espacio, amplio, luminoso y cómodo. Me encantan los bares con sofás y cojines. Cualquier silla es demoledora para una columna cansada tras dos horas de comida. Las imágenes que simbolizan el espacio me impresionaron sobremanera. Ilustraciones con cierto aire mitológico, como dibujadas a plumilla, animales mutantes o mutaciones de seres vivos que se repetían en cartas, mantelería y, sobre todo, en las cristaleras, donde las niponas no dejaban de fotografiar sus dorados brillos. Para mi gusto, mucho más bellas que los clásicos ojos del hotel que llenan la fachada de un plástico frío, ciego e inerte.
En la entrada pueden leerse las variadas opciones a las que se puede optar: menú de tapas y platillos para compartir, menú de mediodía a 19’50 euros, y una carta que pone a su disposición una serie de platos clásicos del tapeo barcelonés con sello gastronómico a un precio aproximado de 30 euros por persona dependiendo del vino. El nuestro, dicho sea de paso, fue un Rías Baixas del 2016 bastante afrutado, como suele ser normal en mis comidas de este tipo, donde las elecciones no pueden entorpecer ni el desfile de sabores ni la conversación fluida.
En todo momento nos dieron una brevísima explicación del contenido, cosa que es de agradecer, porque los manuales de instrucciones empiezan a ser cansinos. El desfile de platos no es que fuera el colmo de la imaginación gastronómica, ni distara mucho de lo que ya hemos probado en otros bares, gastrobares y demás templos del buen picoteo, pero tampoco se puede decir que no tuvieran la mínima calidad esperada. Simplemente, mis expectativas y yo esperábamos más riesgo, más chispa, un camino menos trillado.
De primero hubo canelón de salmón ahumado con aguacate. Tapa fácil, agradable, sin más. Le siguieron las bravas, sobre las que no nos abalanzamos, precisamente, aunque tampoco les hicimos ascos. Le siguieron unas croquetas: las de calamar en su tinta y las de jamón ibérico, ambas muy correctas, y un pulpo con aceite de sobrasada y hummus teñido de negra tinta de calamar. Si el lector nunca come pulpo, le sorprenderá, si es un asiduo al cefalópodo, tendrá una versión más para contar a sus colegas foodies.
El cochinillo Cochinillo Hanoi, con melocotón asado y Tzatziki (una salsa de yogur, tipo griego) me gustó bastante, aunque he de decir que como el cochinillo vasco de raza impronunciable de Irati - la casa madre del grupo Sagardi- todavía no he probado ninguno. Necesitaría renovar mi ruta por los asadores. Creo que fue en el de Aranda donde casi rompo aguas tras el atracón de animalito asado que me di.
El postre, en cambio, era de un alarde técnico que empieza a preocuparme. ¿Por qué la repostería está tan, tan, tan bien hecha en los restaurantes a los que voy últimamente? ¿Es ahora el postre el rey de la carta? ¿Hemos pasado de la Carte d’Or homogeneizadora de todo final de ágape, la aniquilación del carrito de tartas o quesos, a los postres de autor para una población enloquecida por el azúcar? La pera rellena de chocolate blanco en su cama de crumble y toffee estaba para ponerla en el recibidor de casa como recuerdo de viaje: una verdadera perita en dulce.
Inés Butrón
Plassohla: Hotel Ohla Barcelona
Via Laietana, 49
08003 Barcelona
Teléfono: 93 341 50 50
http://www.ohlabarcelona.com
http://www.ohlabarcelona.com/gastronom-a-a/gastronom-a-a1.htm
Horario: cocina ininterrumpida de 12,00h a 00,00h; de 16,30h a 19,30h dispone de una carta reducida.
Capacidad: 55 personas.
Precio medio: 30 euros.
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