En el Prat de Llobregat, a pocos kilómetros de Barcelona, se encuentra Axarquía. De la comarca malagueña de la que toma nombre el restaurante sólo queda el amor por las raíces que todo cocinero lleva en su ADN. Una madre nacida en esta tierra idílica para los amantes del vino es la responsable- como casi todas- de que al chef, Tomás Rodríguez, le tentaran los fogones desde muy joven. Hoy, con 36 años y muchas quemaduras en las manos, Tomás y su mujer nos cuentan su andadura por la cocina de los hermanos Torres y la de Santi Santamaría mientras celebramos su quinto aniversario.

En cierto modo, uno puede entrever estas dos influencias en la cocina de Axarquía: es pura, es esencial, es de raíz, es elegante, es engañosamente simple, y, por descontado, está anclada, en gran parte, en un producto próximo y reconocible. Casi todos los platos que probamos pertenecientes al menú con maridaje estaban exentos de filigranas, decoraciones excesivas, esteticismos premeditados. Casi todo lo que llegó a la mesa era de una desnudez poco habitual en estos últimos tiempos en los que predomina un plato de largo nombre y corta memoria. Evidentemente, el Parc Agrari es su despensa principal, los productos de la zona le abastecen, son sus aliados, pero no faltan ingredientes que ya han dejado de ser foráneos en los restaurantes de alta cocina, incluso para el consumidor habitual con cierta cultura gastronómica. La internacionalización/globalización de los mercados – expresión redundante y cansina por ser ya una obviedad- nos obliga a los cronistas a señalar detalles sobre la procedencia de la materia prima que el lector puede considerar inútil, pues se da por sentado que las despensas son, quizás, el único lugar permeable a la multiculturalidad.

En estos cinco años, Tomás Rodríguez y su mujer, responsable de la sala, han ido depurando su cocina, seleccionado sus vinos, ampliando bodega y mejorando el servicio- una de las asignaturas pendientes de la restauración de este país- hasta dejarlo en aquel punto en el que el comensal no se sienta agobiado por las abrumadoras explicaciones ni desolado en la soledad de una mesa invisible. El local, por otra parte, está pensado para disfrutar de la comodidad, de la elegancia intemporal de una mesa bien vestida de algodón blanco, sin nada que distraiga al cliente de lo que tiene en el plato y en la copa que es, en definitiva, lo único que justifica la visita a un restaurante.

Empezamos con un plato cien por cien andaluz, nada habitual en los restaurantes de este rincón de la Península y, sin embargo, tapita golosa y un punto atrevida, caída sin razón en el olvido hasta que Tomàs la resucitó y se llevó el primer premio en el Certamen de La Tapa del Año en Sitges: flamenquín de jarrete relleno de crema de tupinambos ahumados, brie y albahaca. Como era de esperar, con esta tapa nos llevó a sus orígenes. Excepto en el sur, una servidora ya sólo tiene ocasión de probarla en su versión original cuando me adentro en algún restaurante de la zona norte del área metropolitana, es decir, en la peligrosa frontera de la Ciudad Condal con el rio Besós, marca hispánica, siempre y pese a todo, en esta reconquista actual desfasada. Como no podía ser de otra manera, el vino que marida esta entrada es un Toma Castaña Tradicional. Huelgan comentarios.


Los raviolis de foie y hummus en caldo de verduras del Parc Agrari me hablan de un garbanzo moruno que se vino arriba cuando pisó las grandes urbes, se casó por poderes con el gran producto francés, y ahora, tras la inmersión lingüística, tienen carta de ciudadanía en el corazón verde de la antigua Catalunya rural a la que apelan Els Segadors. La cocina nos da grandes lecciones de multiculturalidad.
Por este caldo tan limpio y esta técnica perfecta en fondos translúcidos, estos raviolis merecen una Creu de Sant Jordi. Del mismo modo, me apunto con regocijo a la cocina catalana pasada por el tamiz de los “otros catalanes”, que decía Candel. El arroz negro con sepietas tiene sello empordanès, pero Tomàs la hace suya con un allioli de vainilla y peras. Al fin y al cabo, este es su feudo y esta, su cocina. El chipirón a la brasa con cuatro garbanzos y la vinagreta de frutos secos ( antaño, picada ) es de una simplicidad autosuficiente como para no objetar nada ni añadir nada: ni toque personal , ni brotes, ni flores, ni hierbas, ni mandangas. Frescura de cefalópodo en su punto y mantecosidad de leguminosa. Eso es todo. Para qué más. O quizás sí: un Ube Miraflores.



Tenemos ante nosotros minutos más tarde un pota blava de raza, deshilachado, recostado sobre un trozo de pan que le sirve de base, una gamba erguida en bonita formación y, al parecer, algo de coco y maíz que yo no detecto. Charlamos con Tomàs sobre lo que ocurre cuando un pollo se deshace de sus hermosos huesos y de su grasienta, crujiente y dorada piel, cuando se le separa de su baño en salsa de hortalizas, cabeza de ajos, laurel, brandy y buena picada, y coincidimos en que, evidentemente, se corre el riego de resecar lo que el pagès de El Prat ha engordado con tanta paciencia para que resulte firme, pero jugoso. Aquí, la pirueta estética le jugó una mala pasada. Zanjamos la no discusión con otra copa de Xarel.lo Ánfora.

El canelón de rabo de toro al vino tinto puso el punto final a la comida. Un dejà vu correcto, uno más dentro de los cientos de canelones de rabo, pato, foie, bolets, bogavantes y demás cosas susceptibles de ser enrolladas. Sabroso, como toda carne que se guisa lentamente – sea carrillera, jarrete o rabo de vaca- , pero al que le faltó algo más de valor para salir por la puerta grande. El caldo que le acompañó fue un Pirita Crianza del 2012, acorde con la maestría, pese a todo, del chef.

Los postres fueron refrescantes y tradicionales a partes iguales: para tiquismiquis del azúcar en exceso, como la que firma estas líneas, y para enamorar a los prematuramente destetados de la cocina materna. Yo me quedo con el granizado de sandía, mango y melón del Prat y dejo para los jóvenes fornidos la torrija de leche condensada porque, de lo contrario, tendré que cruzar el Besós a nado si quiero volver a casa dentro de los mismos pantalones.

Inés Butrón
Axarquía
Jaume Casanovas 6, El Prat de Llobregat
Precio del menú con maridaje: 85 euros
Sin maridaje: 65 euros.
Precio de otros menús: 25 euros, 30 euros y precio menú de chuletón de vaca, 38 euros.
|