Por Inés Butrón
No hace mucho volví a comer en una terraza de hotel. Así, a contracorriente, fuera de temporada y fuera de carta. Me esperaba un menú degustación cuyo nombre me tentó como a trucha despistada. Piqué y no me arrepiento: el CEBO del chef Aurelio Morales es lo suficientemente suculento como para dejarse atrapar. El día era lluvioso como corresponde a la época, pero la luz y la calidez de esta terraza alfombrada y cálida difuminaron por un momento la grisura de una ciudad en horas bajas.
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La terraza del Claris se ubica dentro del hotel del mismo nombre, que, junto con el Urban de Madrid, son los buques insignias de grupo Derby Hotels Collection. Entre ambos, Aurelio Morales ( ex jefe de cocina de Miramar, formado en ElBulli, Tickets, Àbac y Echaurren) , el chef, y su equipo de Barcelona han establecido un puente que no es aéreo, pero que comunica bastante bien ambas urbes y situa sus propuestas gastronómicas a la misma altura. De hecho, Morales cuenta con una estrella Michelin desde hace un año por su maestría a la hora de combinar platos de siempre con técnicas novedosas, tradición y modernidad, ingredientes autóctonos, guiños a la cultura gastronómica con pinceladas foráneas que ya casi tienen tanta carta de ciudadanía como cualquier pata negra de estos lares. Es inevitable la pregunta que me hago para mis adentros mientras degusto un calçot esférico gracias a una masa nipona ¿ Podemos seguir hablando de cocina mediterránea? ¿Existió alguna vez esa frontera imaginaria entre el Mare Nostrum y el de los otros? La cocina siempre fue fusión, porque la mezcolanza es intrísenca a los fogones de alcurnia, ávida de novedades y sabores exclusivos.

El menú CEBO de Aurelio Morales se ceba, pues, de esta despensa de aquí y de allá que cualquier cocina de prestigio que se precie debe lucir entre sus elaboraciones y se divierte presentándonos en su particular “pizarra” esa lista de platillos bodegueros - calçot, callos, oreja brava o boquerón- pero transmutados por obra y gracia de las últimas técnicas culinarias. Así llega el calçot vestido para la ocasión, camuflado en su esférico traje de Ningyo-yaki y rematado a modo de modelito de Ascot, con sombrero de romesco e higo. Cruje y explota el sabor a calçotada.
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Los callos se han salido de su cazuela rústica para ser el pilar de un plato que se acompañará de una dentelle de harina de garbanzos y pimentón, de manera que el resultado sea un vestido de gala para un producto de casquería, humilde y popular. Los boquerones nadan en caldo traslúcido y limpio como el velo de una novia. Su sabor es ligerísimo, delicado, su espina frita nada por su cuenta, mientras los boquerones, en crudo, se las apañan en un mar de alga kombu.
La oreja es brava. Ha perdido su aire galaico y tranquilo para rebozarse ligeramente y acompañarse de una cebolla osmotizada que le pone una corona rosada muy del gusto de cromatismo gastronómico actual.
Los chiprones a la andaluza tienen más de tempura nipona- aunque esta tenga el mismo origen que la peninsular- que de sureño rebozado con su ligera y bien repartida capa de harina. Un velo negro de tinta los cubre como una premonición. Un círculo de algas códium cierran el capítulo de lo asiático, aunque éstas vengan ya de mares u océanos que bañan costas galaicoportuguesas . Por su frescura y esencialidad me quedo con el minimalista chipirón en crudo sobre el que gira el plato.
El arroz de ceps y bull negro acompañado de pulpitos es un clásico. Tal vez un poco sobrecocido, pero muy sabroso.
El jarrete de vaca vieja y berenjena a la llama tiene aquí una suma de sabores e ingredientes propia de un Hannibal Lecter con mandil. La carne está melosa y tierna gracias a esos magníficos aparatos que están revolucionando las cocciones a bajas temperaturas de otros tiempos, donde la llamita de la adafina ya se apagó para siempre. Pero los huesos de este vacuno e, incluso, su tuétano y sus tendones, no han sido desperdiciados. Cada parte ha hecho su fucnción: la carne es la protagonista y lo demás es el elenco de coristas que aportan color y sabor al plato.
Los postres son maestros, porque aquí hay técnica milimétrica para darle al queso casero trufado esa textura de mousse y ese verde pistacho, además de un conocimiento de los secretos del chocolate que aparecen en forma de helado, buñuelos, o tierras, que es el nombre que ahora se estila para denominar a la base crujiente y granulada de cualquier plato.
El vino es un Albariño y la tarde que cae, un poco Atlántica, pues la lluvia no cesa y resbala por los cristales como la conversación, incesante y pausada. Es el lujo de la buena compañía y de las terrazas invernales.
La terraza del Claris
Pau Claris, 150
Barcelona
Menú CEBO 65 euros
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