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Por Inés Butrón

La cocina italiana vive un nuevo Renacimiento en Barcelona. Siempre, desde el siglo XVIII en el que llegaron los primeros cocineros de la Italia no unificada, su culinaria fue bien aceptada en esta Ciutat Comtal, entre otras cosas, porque Mestre Rupert de Nola, cocinero de Fernando I de Nápoles, hablaba en catalán y su libro de Guisados y Potajes fue un éxito de crítica y público. Gustó, incluso, al mismísimo emperador que lo tradujo al castellano en aquellas primeras imprentas toledanas. Pero, desde entonces ha llovido mucho y la cocina italiana, una de las más suculentas del Mediterráneo, se fue homogeneizando, globalizando, mediocrizando a golpe de fast food y escenas de manteles a cuadros en Little Italy. Se confundieron términos e ingredientes, trattorias con pizzerías, productos con sucedáneos, recetas y regiones. No es necesario que recuerde las cansinas polémicas sobre la maltratada carbonara, los debates sobre el origen de la salsa boloñesa o ragú, sobre el mejor aceite a utilizar para una buena masa según la legión de pizzaiolos napolitanos que sentaban cátedra, sobre los minutos exactos de cocción de la pasta y su repercusión en la digestión en tiempos de demonización del gluten, etc., etc.


Con todo, en este momento observamos que la cocina italiana, la elaborada fuera de su lugar de origen, lucha, como lo hicieron los pioneros de la Nueva Cocina Vasca, contra la caricatura y la imitación, la “internacionalización” degradante, para que se reconozcan sus logros poniendo al territorio por bandera. Así, ya no se habla de la cocina italiana como un ente único, sino de la cocina de la Liguria, de La Toscana, de La Lombardía, de la Napolitana, obviamente, o de la Piamontesa, oímos sus diferentes dialectos y disfrutamos de una gama de sabores y texturas que nos sorprenden, unas tradiciones que habían quedado aplastadas por el Made in Italy.


Hace poco tiempo descubrimos en el pasaje Luís Antúnez una cocina de dos hermanas venidas de La Toscana, dos mujeres dispuestas a dar de comer en un pequeño, coqueto y personalísimo comedor que aúna piezas de arte contemporáneo con muebles clásicos y un olor a focaccia con romero recién hecha que todo lo invade e invita a entrar y sentarse.


Escogemos mesita pequeña en la planta baja, en la sala Viola, junto a otras parejas que son ya asiduos del lugar y donde las jefas de cocina y sala departen comentarios en un ambiente cálido, confortable. Tenemos un menú de mediodía que no llega a los 16 euros, pero preferimos pedir a la carta algunos platos que, obviamente, son fatto in casa. Se enorgullecen de ello y abominan de la franquicia que inunda la ciudad como una mancha de tomate industrial imposible de lavar. Prefieren una carta más corta donde no falten las hortalizas de temporada (berenjenas, tomates, espárragos), las setas y las trufas cuando llegue el momento, los grandes quesos, desde la burrata y la mozzarella al Parmigiano Reggiano, el imprescindible perfume a albahaca, las salsas caseras y sencillas que distinguen su gastronomía, como la famosa vongole que es el summum de la simplicidad, y para los que quieran hincarle el diente a algo con más cuerpo tienen la carne de buey (ese solomillo con reducción de un Chianti Reserva es de los más tentador) o ternera, en su ya clásica forma de tartare o, por supuesto,  de vitello tonnato. Miro la carta salivando mientras ojeo los platos de cordero, que es mi debilidad entre todos los animales que pastan la tierra, pero me temo que tendremos que dejar las cotolleta a la millanese para una próxima visita porque las raciones son más que generosas. 


Finalmente nos decantamos por un entrante que es una selecta elección de embutidos  y quesos donde descubro un embutido a medio camino entre el salchichón y el chorizo- por su color rojizo, básicamente- con un punto interesantemente picantón para acompañar con unos triángulos – gnocco- elaborados con masa de pizza frita que pueden hacer saltar todas las básculas del mundo, pero que es un vicio irrefrenable cuando se acompaña de un buen Gorgonzola, mermelada casera, rúcula y unos tomates secos rehidratados. Entre bocado y bocado, un trago de un vino toscano: Cercatoja. IGT Toscana 2015.


Seguimos con una fritura (yo no le llamaría tempura a nada que no lo sea estrictamente) de trocitos de corvina y gambas con chips de topinambur y más salsa casera picante. ¡Arde Roma! Y nosotros con ella.


Los platos principales están impregnados de esencia: pasta a la vongole para mi acompañante. Ajo, guindilla, aceite de oliva y almejas es suficiente para hacerla disfrutar. Y para una servidora, paccheri con ragú de jabalí, un plato vigoroso, envuelto en una carta a prueba de paladares sin remilgos y amantes de la caza mayor bien marinada y condimentada. El postre lo dejo para mi confidente: cheese cake con base de Cantuccio Toscano, carramelo y tuille de almendras. A juzgar por el color de su piel mientras rechupetea la cuchara, diríase que ha estado comiendo “Bajo el sol de La Toscana”.



Raffaelli Restaurante

C/ Luís Antúnez 11,

Barcelona

Precio carta: 35/40 euros.