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Carretera de San Celoni a Santa fe, KM 5’3. · 08470 Campins · Telf. 938 47 50 54

POR INÉS BUTRÓN

No es la montaña mágica (ese tocho inmenso que aún no he acabado de Thomas Mann), pero casi. El Montseny, en el Vallès Oriental, y el Pedraforca, en el Berguedà, son nuestras montañas totémicas, fetiches pétreos que nos recuerdan esa tradición excursionista tan nuestra que tanto auparon la familia Pujol y compañía. A día de hoy, sin embargo, suelen ser refugio de pixapins, el curioso nombre con que “los de comarcas”  han  bautizado a ese grupo de habitantes de ciudad que solo salen de su hábitat para buscar setas, comer y destrozarlo todo a su paso, no necesariamente en este orden. El contacto y el conocimiento  del mundo rural y su cultura  se han perdido. Es una evidencia que la ruralidad es un tema que solo sale a colación cuando se trata de especular con el terreno urbanizable, para hablar del turismo del mismo nombre –la mayoría de las veces, una caricatura del pasado- o cuando, desgraciadamente, hay un incendio devastador y oímos comentar aquello de “la gestión del territorio”. Dicho esto, no es el momento ni el lugar para hablar de un tema tan complejo, pero sí para ir a lo nuestro, que es encontrar algún rincón donde comer razonablemnete bien lejos del cemento de la Ciutat Comtal. Lo demás, dependerá de sus apetencias y sus principios.


Nosotros solemos ir a menudo a este restaurante enorme -les aviso de que deben reservar- cuando nos apetece dar un paseo por el bosque de este parque natural y comer algo digno, sin pretensiones, cocina tradicional/popular, en general. Está tan solo a 40 km. de nuestra casa, unos 30 m. en coche, y nos sienta bien pisar tierra, respirar aire fresco.


Una servidora, como no podía ser de otro modo, hace una primera parada en San Celoni, le echa un vistazo a lo que fue Can Fabes, no sin cierta nostalgia, y acto seguido busco pan y embutidos del lugar -butifarras del perol, secallonas, bulls de lengua, longanizas- y algún quesito de la comarca, aunque encontar quesos de pastor es tarea ardua porque los productos artesanales lo tienen crudo, como su leche, con la distribución por los canales habituales.


Una vez llena la cesta, lo más temprano posible, nos ponemos en marcha y llegamos hasta la misma entrada del parque donde hay varios senderos. Me gusta que me acompañe mi futuro “educador mediambiental” porque me voy  poniendo al día con el latín y la botánica- quercus ilex, quercus petrae- y porque, como decimos por aquí “és de vida”, vamos,  que come a dos carrillos.




Tras el porrón, el pan tostado y el allioli, para él es preceptiva una sopa, plato de cuchara para empezar.



La que llega en la sopera tiene caldo sustancioso, así que caen dos vuelcos de sopa de galets. Para los demás,  la desaparecida ensalada catalana con sus embutidos.


El jamón deberían desterrarlo porque suele desmerecer al resto, pero es el peaje de esta ensalada.


Las de quesos, en cambio, no están a la altura,  a pesar del confetti de frutos secos. Son quesos ordinarios, vulgares.


Las verduras a la brasa vale la pena pedirlas donde hay una verdadera brasa, así que siempre le damos su lugar estelar como entrante apetecible en cualquier época del año. Si es verano y uno tiene la suerte y el goce de sentarse en la terraza, es uno de mis platos favoritos por ese pimiento rojo y dulzón con regusto ahumado.


A veces, optamos, sin embargo, por los canelones. Un poco más gratinados hubieran estado mejor, pero, al menos, no hay una carne picada y desabrida en su interior sino que se opta por el rustido previo, a la manera tradicional. 


Con los segundos somos tremendamente repetitivos. En alguna ocasión hemos comido fricandó o algún pollo a la catalana con sus ciruelas, piñones, pizca de canela en rama y vino rancio, pero nos gustan los pies de cerdo de todas las maneras, como puede apreciarse.


Con caracoles, con setas, a la brasa... Solo los tiquismiquis optan por la clásica butifarra amb seques o por el filete en salsa de pimienta. ¡Yo prefiero la gelatina de unos buenos pies de ministro!


Los postres son clásicos, como todo lo demás. Helados, cremas catalanas, matós y mis añoradas cocas de panadero.


Con piñones,  chicharrones, crema, azúcar, anís... Los postres están para devolverle a uno la niñez, igual que los riachuelos, aunque ahora solo las piedras lo acompañen hasta la mar, que es el morir. 


A la carta 25 euros.