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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Por Miquel Sen (Revista Vinos y Restaurantes Mayo 2020)
Existe una antigua tendencia a buscar componentes mágicos en determinados ingredientes. Evidentemente, esta capacidad curativa puede tener una cierta base científica. Por ejemplo, el azúcar y las grasas, en exceso, son nocivos para el metabolismo humano. Otros sondeos menos precisos aseguran que determinadas añoranzas influyen positiva o negativamente en nuestra biología. Hay autores que llegan a afirmar que la añoranza por un bacalao ajoarriero o a la vizcaína puede repercutir en nuestra estructura moral y por tanto dañar aquellas unidades orgánicas de las que depende nuestra estabilidad hormonal.
Al margen de estas verdades, o medias verdades, de las que no podemos estamos muy seguros, exceptuando la maldad del exceso de bebidas azucaradas, repostería industrial y otras lindezas del estilo, magia, lo que se dice magia, tienen pocos ingredientes.
La Inquisición se ocupó mucho de ajos y cebollas de los que se aseguraba tenían propiedades que iban más allá de su sabor. Bartolomé de Castro fue condenado por esta Institución en la villa de Verín y en el año 1602 por haber puesto una ristra de cebollas en el cuello de un santo de piedra gritándole después ¨santo ya puedes ponerte a caminar con tus cebollas¨. El individuo fue apaleado públicamente mientras el santo permanecía en su pedestal. En Pontevedra en 1579 también se procesó a Vasquida García por atraer al demonio conjurándolo con ajos y cebollas. Sobre estos últimos hay una amplísima literatura ligada al vampirismo más cruel. Al parecer, cuando al demonio le nacen
colmillos solo lo detiene, en su camino hacia nuestras yugulares, un ajo que debe ser crudo.
La cosa cambia cuando estos dos ingredientes dejan de ser raíces para transformarse en condimentos. Durante la edad media la cebolla guisada adquirió una dimensión notable en la receta de la cebolla en salsa camelina. Es uno de los platos definitorios de la cocina medieval según el hispanista e historiador Rudolf Grewe. Tuve ocasión de probarla en la cocina de su sobrina y el plato se las traía. Al margen de la carne que rellenaba el bulbo, la salsa, de color aproximado a la piel de camello, tenía un aroma matizado suma de especias de todo el Oriente. En su tiempo debió ser una locura que solo podían permitirse personas de una buena bolsa de oro, dado que cada gramo de especia valía su peso en el preciado metal. Años más tarde realicé un programa de cocina en TV3 dedicado al libro del investigador estadounidense con notable éxito. Eran años en que la televisión catalana y la cultura no estaban reñidas.
La afición por esta verdura rellena tuvo un repunte en Francia, donde no se habían olvidado de cultivar cebollas gigantes y por último en la comarca catalana de Anoia en la que intentó pasar por plato distintivo, en los que cada pueblo tenía que descubrir un plato propio y un poeta en lengua verrnácula. Luego esta verdura regresó a su papel humilde y fundamental como base en todos los sofritos.
Con él a se han establecido fórmulas culinarias más transcendentes. Dos de ellas merecen especial atención. La primera, de la que existen diversas versiones, es el ajo blanco, la sencillez del campo llevada a la cocina. Un ajo blanco con uvas
puede resucitar a la persona más fatigada, lo que nos hace intuir que igualmente, y bien conjurado, podría poner en movimiento a una estatua de piedra. De lo que no tengo la más mínima duda es de las virtudes sabrosas de esta liliácea trabajada según la receta de los pescadores de la costa de Tarragona. Se trata del all cremat, literalmente ajo quemado. Una cazuela rápida de preparar, los pescadores siempre tienen hambre y no están para bromas, cuyo truco consiste en dorar el ajo en aceite hasta que tenga un tono caoba. Los demás condimentos, pescados, duras y gelatinosos, las patatas, ganan carácter, más aún si se les aplica una fórmula típica de las playas de Torredembarra en la que la magia del ajo se alcanza cuando llega a su total oscurecimiento. Sobre el aceite y aquellos que parecen momias se vierte una picada en la que figura pan mojado con vino tinto. La primera impresión es muy poco agradable, pero basta con tapar 5 minutos la cazuela para que se produzca el conjuro que en su día debía murmurar, la bruja de Pontevedra, porque el aroma que se alcanza resulta inolvidable. Por lo menos para este cronista que en su niñez cruzaba en coche el camino que bordeaba las playas donde varaban las barcas con sus correspondientes rancheros, deseando tener la edad suficiente para saber cuál era el guiso misterio.