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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Hotel Restaurante Calixtó: en busca del caballo del Pirineo.

El Serrat s/n · Molló Girona

Hotel Restaurante Calixtó: en busca del caballo del Pirineo. [ Ir a RESTAURANTES ] [ Volver ]
 

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El Serrat s/n · Molló Girona

POR INÉS BUTRÓN


Volvemos a preparar nuestra maleta para realizar una ruta más. Esta vez vamos a Molló, en el corazón de El Ripollés, un pequeño pueblo que forma parte de la historia de los republicanos exiliados y de otros muchos que no vivieron el éxodo, pero que se estremecen cuando pisan “El camí de la retirada”. En el silencio de la noche, bajo las luces que iluminan la torre del campanario de la iglesia de Santa Cecilia, uno no puede dejar de pensar en el dolor inmenso de aquel último viaje. A pocos kilómetros,  pero por  tortuosos caminos de montaña, está El Conflent, la montaña francesa donde ahora pacen semi salvajes los caballos del Pirineo que vamos a visitar en sus últimas semanas de transhumància. Antes, naturalmente, hemos hecho unas gestiones con los pageses de Can Illa, una de las fincas más antiguas del lugar- las primeras escrituras son de 1250- para quedar con ellos en Espinavell al día siguiente de nuestra llegada  a las ocho de la mañana. Hay que subir en todo terreno hasta llegar al lugar en el que el semental y la docena de yeguas con sus potrillos forman lo que ellos llaman “l’escamot”, o grupo estable  de yeguas que cada ganadero, desde junio a octubre, deja en semi libertad para aprovechar la hierba de unos pastos sobre los que existen derechos de pastoreo de por vida desde el tratado de los Pirineos. 



Estamos en una de las comarcas más bellas del Pirineo catalán y tenemos que llegar hasta el  Parc Natural de les Capçeleres del Ter i el Fresser, pero, como era de esperar, no puedo resistirme a hacer parada y fonda por el camino. Aprovecho el mercado dominical de Sant Joan de les Abadesses para chafardear verduras y productos, comprar unas mazorcas de maíz de un rojo burdeos que colgaré en mi cocina como recuerdo, acercarme a la iglesia románica de Sant Pau, junto al puente viejo, y, cómo no, al oir el campanario, entrar en la iglesia del monasterio donde ya ha empezado un oficio para los feligreses de la parroquia, diseminados en los bancos en pequeños grupos de tres, cabizbajos, murmurando oraciones, aferrados al consuelo de la fe. 



Es domingo y veo pasear gente con paquetes envueltos y atados con la típica cinta de los antiguos tortells de nata que tanto alegraron nuestras mesas de infancia. Curioseo, pues, en las pastelerías del pueblo donde la gente compra una famosa coca de crema y manzana que lleva por nombre Coca de la abadessa y unos pequeños dulces en forma de herradura, de textura dura y espolvoreados de frutos secos llamados Petjades del Comte Arnau, el alma en pena que vaga eternamente sobre un negro caballo por los por los valles de Camprodón, una leyenda que versionaron los poetas catalanes desde principios del  XIX hasta bien entrado el XX y le dio magia y bruma medieval a un paisaje ya de por si sugerente, cuna de los primeros condados catalanes.



 El día es de un recién estrenado otoño y es fácil observar que algunos han aprovechado el domingo para llenar cestos de ceps que después llevarán a los restaurantes o se cocinarán en casa tras bendecir la mesa, la lluvia y el bosque. Nosotros hacemos de nuevo una parada en otro lugar icónico: Camprodón. De nuevo, pequeños caprichos gastronómicos: carquiñolis de fajol o trigo sarraceno que compro por pura curiosidad para las picadas de mis próximas cazuelas de otoño invierno, galletas Birba de Camprodón, un clásico que siempre regalas con cariño, las últimas berenjenas blancas, puro capricho de cocinillas, una col de paperina prematura que ya tiene buen aspecto, un  par de longanizas y un bull negre  que a mi me gusta añadir a muchos platos, como los trinxats. Las judías o fesol de Santa Pau las compraré cuando me aseguren que son de la cosecha de este año, así que me espero a noviembre. Y, en cuanto a la carne de potro, como no dispongo de nevera portátil - un error garrafal en mí- le  hincaré el diente en el hotel donde tenemos reserva. 



Cogemos, pues, carretera y manta hacia Molló donde llegamos a la hora de comer a un hotel familiar y acogedor, con aspecto de chalet suizo y jardín trasero con hortensias, acebos de bayas rojas, los primeros crisantemos y elegantes abedules bajo los que sentarse a observar las nubes bajas que resbalan por las laderas  del valle hasta los prados más bajos. El restaurante es amplio y luminoso, divido por una hilera de troncos de abedul, aunque, en estos meses le ha sido añadido, por cuestiones de rentabilidad, el espacio del bar donde se prepara una oferta más sencilla para comidas o cenas rápidas, almuerzos de excursionistas, esquiadores, etc. Con todo, a mi me gustan esas mesas de madera y lámparas de mimbre que incluyen sofás mullidos, recogidas, íntimas, y espero poder reservar en la próxima ocasión una mesa con mantel blanco junto a la ventana por donde entra esa luz perlada y se oye caer la lluvia repicando en los cristales. 



En primer lugar escogemos un vino rosado  con algo de aguja: Gramona Moustillant Rosat. Es grato y alegre, vibrante y curioso, perfecto para el menú, y para nosotros, también. 



De primero, unos platos ligeros: ensalada con higos, membrillo y queso de cabra. Con un queso de sabor más intenso y textura más pastosa y sin la reducción de balsámico hubiera quedado una ensalada más actualizada y gourmet. Para mí, una coca de masa quebrada muy fina con calabacín y queso de cabra gratinado. Bocado sencillo, pero resultón. 






Tras ello, mi petición estaba clara: carrillleras de potro guisadas con trompetas de la muerte (quizás había más variedad de setas, pero yo no las percibí) y una parmentier  en forma de quenelle, con poca mantequilla y leche para no deslucir el intenso sabor a patata y  apreciar la trumfa o patata de la Vall de Camprodón, de la variedad Kennebec,  muy valorada por su sabor a fruto seco. En otoño se recogen las semitardías o viejas que  veremos en Can Illa, nuestros anfitriones de mañana.  



La calidad de la carne, con una mayor concentración de colágeno, era evidente, lo que se traduce en una melosidad mayor que las carrilleras de cerdo o ternera. Mi acompañante escogió un buen chuletón de ternera al punto. No sabemos muy bien si perteneció a una de las limusinas o las gasconas que hemos visto pacer en los prados bajos. En cualquier caso, se nota una muy buena grasa infiltrada, casi con sabor a mantequilla, imposible de encontrar en un animal estabulado. 



Los postres también intentaron recordarnos donde estábamos: una sencilla tatin de manzana con una nata densa y recién montada y una mousse con frutos rojos que no habían pasado por congelador alguno. 





Al día siguiente, nos sirvieron un buen desayuno con embutidos del país y varias opciones calientes a elegir, y todo ello  sin necesidad de pasar por un buffet que pueda incomodar a los huéspedes en estos momentos. A juzgar por la expresión de  las familias, parejas y grupos que allí se hospedaban, y por nuestra propia experiencia, podría atreverme a afirmar que no será la última vez que nos refugiemos en este rincón del Ripollés. 


Hotel restaurante Calixtó
El Serrat s/n 
Molló
Girona.
Precio carta aprox: 35 por persona
Precio menú: 24 euros.
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