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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Shanghai Style
Por Yago Márquez
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Yago Márquez: Yago Márquez cocinero en el restaurante Unik de Buenos aires, ganador del I Concurso de Recetas Noveladas que convoca gastronomiaalternativa se ha trasladado a Argentina. Su alter ego Dóbler nos va a contar que se cuece en las cocinas de Buenos Aires, con la misma precisión literaria con la que diseccionó Shanghaï y su entorno.


El Jesse podría haber sido un pequeño restaurante madrileño del barrio de Salamanca, Jorge Juan o alguna calle de poco tránsito externo y mucho monetario. Un pequeño reducto de barrigones y servilletas en la pechera que miran al encargado con la confianza que da saber que allí, amante y parienta, van a ser tratadas como si fueran la única, porque es la única.
Llegó temprano a la cita y observó desde la otra acera el ambiente sorprendentemente callejero y distendido en la puerta, casi mediterráneo. Varias familias hacían bulto, con las sonrisas del trabajo terminado y la tripa llena. La fachada, un edificio de ladrillo rojo y antiguo y un cartel colgando al estilo de bar de barrio, daban si cabe más encanto a un lugar del que ya había oído que era la abuela de Shanghai. La abuela rica y carera.
El restaurante era minúsculo y estaba abarrotado de mesas pequeñas y había caras de extranjeros que sabían lo que se hacían, compromisos sociales, cenas de negocios, simple gula de las cosas bien hechas. Entró Dóbler con cara de perdido, con un sueño más propio de después de comer que de antes de cenar y oteó el ambiente desde arriba de los cuatro escalones, no vio caras conocidas, un camarero de los de antes, vestido con camisa blanca, pantalón negro y pajarita negra le indicó que había un piso más arriba. Subió por la diminuta escalera de madera, mezcla de chalet suizo y de desván shanghainés y arriba se encontró una decoración clásica, con fotos del Shanghai de los años treinta cuando era conocido como la Puta de Oriente, extrañamente parisino, con bandas de jazz y puertos abiertos al mundo. Una extraña paradoja si, a día de hoy, se observaba como se había retraído la ciudad, como la manera de abrirse al mundo se había dado la vuelta por completo. El techo de madera relajaba el ambiente.
Al fondo de la pequeña sala, en un costado visiblemente separado, mesa especial, estaban John y Lyn y una señora de aspecto elegante, arrugas elegantes, peinado elegante, y sonrisa de ser al menos la suegra de John. Se levantó para recibirle, atento, con la sonrisa de gentleman galés que le había llevado al otro lado del mundo para abrir un negocio. John era una amistad lejana y común incomprensible antes de la era de las redes sociales, que había ido agrandando poco a poco la vida social de un Dóbler que no sabía muy bien qué responder cuando le preguntaban a qué se dedicaba. Quizás por eso se hizo amigo de John. Era comensal.
El camarero se sentó en la mesa de al lado de John, y le trajo la carta que no abrió, apoyado el codo en la mesa, a media anqueta. Sonreía a diestro y siniestro y mandaba piropos en chino a madre e hija que se dejaban querer. Dóbler pidió cerveza porque ya había aprendido que no había nada mejor que una buena litrona templada para pasar aquellos manjares.
De todo lo que habían pedido en un chino impecable Dóbler comprendió arroz frito y supuso que no sería lo único. Le habían hablado del Hong shao rou espectacular, de comida tradicional. Quizás, le dijo John, no vayas a comer nada que no hayas comido en un estancia en China, pero notarás la diferencia.
Lyn y su madre Lily, tenían la cara lisa y el pelo recogido. Belleza simple y pura de la herencia filipina. Lily farfulló unas cuantas palabras en español con Dóbler. Mi abuela era filipina, mi madre china, yo nací en Manila pero nos fuimos a Boston cuando yo era niña, mis abuelos por parte de padre eran del norte de China y nosotros que sólo aprendimos cantonés y un poco de zagalo no fuimos capaces de hablar nunca con él. Acabamos de enterrarle. La última vez que le vi fue antes de mi boda, pero el abuelo es el abuelo y así puedo ver a mi hija. Lyn sonrió. En alguna ocasión John le había mirado entre Bloody Mary y Cosmopolitan y le había confesado, una mujer china es una inversión a futuro, siempre parecen más jóvenes de lo que en realidad son. A los sesenta parece que tienen cuarenta.
Los tres primeros platos, fríos, llegaron a la vez, unos bastones de tofu con setas rehidratadas y cilantro. Giraba la rueda y a Dóbler le tocó el último. Nunca había sido amigo del tofu y en China no se había reconciliado pero notó el frescor del cilantro, acidez casi del limón. En los mercados de barrio siempre se había quedado parado antes los intrigantes puestos del tofu, que multiplicaban las formas, los tamaños, envasados como mozzarella, o secos como la pasta. En Jesse eran como tallarines unidos, tronquitos de unos cuatro centímetros de largo. El cilantro era un manojo salvaje, con los tallos incluidos.
Sirvieron también el famoso pollo borracho en vino blanco. De piel amarilla, jugoso, hervido a fuego lento y servido frío, ni siquiera tibio, frío de nevera. Servían medio pollo cortado en rodajas con todos los huesos. Era sin duda el mejor que había probado. Verlo comer era un espectáculo de escupitajos y huesos amontonados en platos pequeños. Lily y Lyn, increíblemente seguían pulcras.
También giraba en la rueda de la fortuna el jelly fish, con cilantro y vinagre de arroz viejo, color te negro, oscuro, y muy sabroso. Servido frío y cortado en una especie de tallarines crujía en la boca y era sorprendentemente adictivo. Una vez más echó de falta el pan para mojar la salsa natural. Los platos eran simples, de casa, con la presentación tradicional, la vajilla blanca de calidad y los tiempos marcados. John sabía lo que pedía y ser cliente especial era algo que sólo se lograba con muchas visitas, con muchos tallos de cilantro engullidos. Como toda casa de comidas era ruidosa y divertida y las corbatas se habían desanudado para no mancharse con la salsa de soja espesa de un plato que aún después de habérselo comido no había entendido del todo. Era una especie de esponja cocida y empapada en salsa de soja reducida, con champiñones y cacahuetes. Sinceramente no tiene muy buen aspecto, le dijo John, pero pruébalo, es especial. Lo he pedido por ti. Dóbler se sintió en el compromiso de analizarlo, en una noche en la que el disfrute se había convertido en más importante que el aprendizaje. Había veces que le gustaba salir a comer sin tener que ponerse el disfraz de crítico gastronómico. Es masa de pan fermentada, justo antes de que termine de fermentar de más, en el momento en el que hornearlo sería una corteza crujiente asegurada, se para la fermentación, se lava con agua, mucho, de manera que se quita el almidón que tiene, se corta en cubos grandes y se cocina como si fuera un estofado. El aspecto era de masa cruda, con grandes burbujas de aire dentro a causa de la fermentación de las levaduras. Estaba interesante, pero se le olvidó el nombre en chino y comprendió que era la señal perfecta para no pedirlo nunca más.
Los platos calientes que  iban llegando formaban parte de la cultura de Shanghai como a Inglaterra el fish & chips, le dijo John y Dóbler no supo si era una seriedad recargada de ironía o un ridículo orgullo patriótico. Debía de ser difícil mostrarse orgulloso e identificado, viviendo en una isla, con el peor pescado con patatas de la historia.
En una gran fuente ovalada llegó lo que tradujo como gelatina de soja, unos tallarines transparentes y aplastados que ya había probado en algún lado. Estaban salteados con carne de cangrejo y, según supuso, un poco de jengibre, cebollino y vinagre de arroz. Pero lo importante era el cangrejo. Cocinado como si fuera txangurro, desmigado, con las huevas grandes y naranjas que se mordían sin deshacerse. Tenían el sabor y la textura gelatinosa de las mejores cosas del mar y la sorpresa de saber que era difícil encontrar algo así en toda la ciudad. Era espectacular, olía bien, sabía mejor. Esto, y lo que sigue, valen la visita, el resto es sólo para aparentar, le dijo Lyn, bromeando pero consciente de que esa mentalidad tan china, hacía llenar las mesas de cosas superfluas que precedían a las estrellas. Giraban sin parar en la mesa y sólo Dóbler para en cada vuelta para picotear de cada plato.
El Hong Shao Rou, carne de cerdo, tocino, papada, cocinada a fuego lento en salsa de soja y vino blanco era algo que Dóbler perseguía a menudo pero John le había preparado la sorpresa que marcaría la noche. Igual que había grandes trozos de bambú y tocino sabroso y pegajoso había grandes trozos de sepia cocinada a la par. El mar y montaña tenía muchos años y podía llamarse granja y costa. Atento al descubrimiento por parte de Dóbler, John tenía el vaso lleno para brindar. Sabía que con eso iba a quedarme contigo, y lo consiguió.
Había además en la mesa, intentando ganar protagonismo y lográndolo en su categoría unas espinacas salteadas que sabían a la llama quemada del wok y brillaban y se mantenían más verdes que crudas. Igual giraba y giraba sobre el cristal, más que sucio unos finos tallarines de tofu, salteados con hojas de mostaza que parecían berros y con tacos de jamón crudo. Desde ese día, veneraría el tofu.
Como todo final de comida colocaron un caldo casero, quizás lo más casero de toda la cena, en unas cazuelas de barro que ya había visto pasear en bicicleta por cualquier esquina de la Concesión Francesa. Carne de cerdo curada y salada, con jamón cocido en el caldo, trozos grandes de bambú y, cómo no, una especie de tofu que parecía trapos de cocina atados en miniatura. El caldo estaba bueno, el tofu, un poco menos.
Cuando ya parecía que estaba todo acabado, cuando Dóbler picoteaba los tallarines de tofu y miraba de cerca el jamón cocido en caldo de bambú. Charlie, el camarero ligón, llegó con una gran bandeja en la que solo se veían tallos de cebolleta muy finos quemados como a la parrilla, como si fueran calçots recubriendo algo que no se identificaba. Lo presentó, envió unos cuantos piropos y se fue.
Era una gran cabeza de bacalao abierta por la mitad frita primero, asada después para terminar la cocción con un refrito de ajo y vinagre de arroz. Con los palillos se podía hurgar en todas las cavidades, ojos, carrilleras. El momento, salvando las distancias, le recordó a una memorable cena en el restaurante Elkano de Getaria, en la que aprendió que el pescado tenía partes que nunca había podido imaginar.
Para terminar y sin haberse acostumbrado casi un año después de haber llegado a China, les trajeron el arroz frito, diferente del resto, salteado con carne de salchicha dulzona y grasienta. Rojizo, diferente, sorprendentemente bueno para acabar una cena memorable, al más puro estilo de Shanghai, que acaba siempre refrescando con dos rodajas de sandía y un te que no probó.
John, que llevaba tres años en China para abrir un negocio del que todavía nos estaban puestos ni los cimientos había aprovechado bien el tiempo. Y Dóbler, por suerte, estaba ahí para comprobarlo.


 


La carta del restaurante Jesse